domingo, 30 de abril de 2017

Los años del conocimiento

11 de agosto de 1917. Kafka se despierta a las cuatro de la mañana vomitando sangre.

Le quedan siete años de vida en los que no terminará nada de lo iniciado ni escribirá ninguna novela completa... El Castillo quedará abandonada como las otras dos: no interrumpidas, sino abandonadas.

Kafka asume la tuberculosis como castigo y la utiliza como excusa para encerrarse en la soledad que siempre anhelaba, y para agitar su entorno quizá con maliciosa satisfacción.

La tuberculosis lo transforma en un monstruo que debe ser aislado, encerrado con su inmundicia, incomunicado mientras se encuentra con sus propios horrores; es su condena, su sentencia -grabada en su cuerpo por una máquina invisible- y durante siete años, su proceso destructivo, acorralador, sofocante, liberador, invisible y fatal.

Siete años: escritura K sin retorno.



Último sufrimiento: último capítulo.

Leo con un nudo en la garganta los últimos días de Kafka; leo despacio, retrasando el momento, deteniéndome cada pocas páginas.

Por un momento imagino que Kafka se recupera mínimamente, que esto le da fuerzas para tomar alguna decisión clave aunque modesta, para empezar a creer que no morirá, que eso impulsa una mejoría sustancial y que en pocas semanas -ya en plena primavera- está trabajando en el huerto. Y ya puestos, imagino que encuentra una pequeña casita en el campo, en algún lugar entre Praga y Zürau, en la que -atendido por Dora- comienza a escribir de nuevo: quizá retoma sus manuscritos abandonados y culmina El Castillo, El Proceso, incluso El Desaparecido; organiza sus textos dispersos, corrige, pone a punto y añade nuevos textos surgidos de esta nueva vida, de esta nueva oportunidad para él y para nosotros, esos lectores que ya no quedaremos confusos, sumidos en el desaliento, suspendidos al borde del abismo debatiéndonos entre el dolor de la pérdida y la estupefacción de sus palabras perdidas, esos lectores que quizá muchos años después de otra muerte de Kafka -esta sí, apacible y dulce- leeremos cientos de páginas estremecedoras que no habían terminado ni en el fuego, ni en los oscuros archivos de la Gestapo, ni en ese vacío ocupado por unos años de que debieron ser vividos, sino que se habrán redimido brotando desde cuadernos garabateados por unas manos que seguirán escribiendo hasta la vejez.

Terrible.

Asistir a la muerte de Kafka después de tanto tiempo juntos ha sido terrible. Una tormenta de ideas sin orden me viene encima y prefiero no expresarlas ahora. Respiro por un tiempo.