sábado, 27 de agosto de 2016

Se acumulan los libros

Se me acumulan las lecturas sin venir aquí a dar cuenta.
Nueve libros entre mayo y agosto: solo tres libros por mes... eso ya dice mucho.
No es mi ritmo; no es el ritmo que yo querría.


A mediados de mayo, La invención de Morel me acompañó por la vieja ruta de los tangos en mi viaje a Jerez. No puedo contar aquí lo que significa eso de la ruta de los tangos y mira que lo siento, pero eso quedará entre mis lectores y yo un día de estos, o un año de estos... o quizá nunca.

Lo que sí que puedo decir es que Bioy Casares me dejó frío.
Una novelita "inteligente"; lo pongo entre comillas para suavizar el efecto, para que parezca que no digo lo que digo, porque de hecho no quiero decirlo.
La leí a destiempo; esa es la explicación.
Quizá hace cuarenta años me hubiera fascinado. No, quizá no, seguro que me hubiera fascinado.
Y ahora tendría el recuerdo de la fascinación en vez de la experiencia de una lectura fallida.
En fin.

Pocos días después me tragué de un tirón esa pequeña joya que había comprado en la Fería del Libro de Gadir mientras llevaba a Morel bajo el brazo y paseaba solitario entre montañas de libros apilados con un descuento del cinco por ciento entre los sólidos muros del Baluarte de la Candelaria.

Los de Olañeta, tan dados a lo meticuloso, han reunido en un librito de poco más de cien páginas tamaño cassette de los de antes, dos narraciones gemelas: Bibliomanía, de Gustave Flaubert y La leyenda del librero asesino de Barcelona, de Miquel i Planas. No sé quién copió a quién, da igual: ambas historias son irresistibles para los que leemos libros incluso mientras dormimos y por tanto entendemos perfectamente eso de que se mate por ellos.


Don DeLillo es otra cosa.

¿Puede uno -quiero decir uno que envidia a Kafka, que no puede sacarse del estómago la obsesión por un músico que firma K, que durante años ha elegido esa letra para quedar atrapado en otros mundos- puedo uno dejar de sentirse atraído por un título como Cero K?

Pues eso: el 23 de mayo, plaf. Lo compro y comienza una experiencia de desasosiego que casi echaba de menos, una inquietud en esos pasillos lisos, vacíos, luminosos. DeLillo te obliga a sentir cosas que quieres apartar de tu vida, que sabes que están ahí, pero a las que no quieres prestarle atención, cosas que quieres postergar... la muerte, el olvido, la permanencia, las relaciones con esas pocas personas cercanas que no quieres perder nunca, sabiendo que "nunca" es una palabra excesiva.

No sé muy bien por qué cogí ese libro de Menéndez Salmón, un escritor que no había leído, que no me proponía leer, así, a corto plazo, que no me atraía nada, que no me tocaba ninguna fibra de esas que te tocan cuando miras los estantes de las librerías, en fin, que eso, que no sé por qué lo cogí, quizá porque hacía calor en el mercadillo y aquel libro solo costaba un euro y total.

O quizá por el brutal impacto de la fotografía de portada con ese soldado tapándose la cara para no mirar el destino reflejado en el rostro de cada lector cuando lee un título como La ofensa.

No, de momento no voy a buscar más libros de Menéndez Salmón; y sí, esta breve narración llenó mis espectativas, estaba a la altura de la mirada del fotógrafo, lo cual es mucho decir.

Una prosa llena de sobriedad y contención que llega a tocar fondo por momentos.


Pocos días después repetí la experiencia de comprar libros al peso en La Palabrería, en el mercado de la Plaza de la Corredera de Córdoba. Esta vez la pequeña joya fue La paloma.

No había vuelto a toparme con Süskind desde que -años ha- leí su perfume y me dejé atrapar por esa prosa barroca que se degusta como esos platos que se tarda veinte veces más en cocinarlos que en comerlos. La paloma es otra cosa. Osea, es Süskind, pero en un ritmo diferente, un ritmo más romántico que barroco, más de clave interna, más psicológico que dicen algunos. No por ello menos recomendable. Todo lo contrario: ideal para esos momentos entre libraco y libraco en los que uno busca algo más directo, más de música de cámara, más de lectura veloz sin caer en lo huero.


Si un libro perdido regresa... no se puede decir que no.
Si un libro decide no llegar a ese destino que se le impuso de modo inoportuno y desaparecer por un tiempo, y finalmente retornar a tus manos cuando menos te lo esperas... no puedes decir que no.
Tienes que dejarlo todo.
Todo.


Sostienes en tus manos esa obra de arte de la edición y ya se te hace la boca agua con lo que viene. El panteón portátil de Impedimenta... El rival de Prometeo... vidas de autómatas ilustres...

Y entre ellos... las máquinas filosóficas, el turco, las máquinas fatales de Hoffmann, Villiers de lÍsle-Adams y Thea von Harbou, y las máquinas postmodernas a la sombra de Philip K. Dick... ¡Ah! ¡Qué disfrute! ¡Qué tremendo disfrute! El papel rugoso, la encuadernación, los tipos de letra, las ilustraciones -empezando por esa portada de inquietante melancolía... y los textos: suculentos, eclécticos, zurumbáticos que diría aquel. En fin, una joya.

Tenía que leer Carpe diem, de Bellow.
Aunque solo fuera para saber de primera mano que a veces las leyendas que acompañan a ciertos títulos no están en absoluto justificadas. Lo acabé por piedad. No diré más.


Y Modiano. Mi dosis de Modiano. La penúltima traducción de Anagrama.
Tres desconocidas.
Tres breves fogonazos de ese cóctel de melancolía que sirve Modiano sin excepción y sin pausa.
"A veces me falla la memoria... esa noche no pude conciliar el sueño... seguramente era por ir siempre por las mismas calles para llegar a ese Barrio Latino que cada vez me parecía más gris..."
Todo el mundo literario de Modiano en unas pocas palabras... siempre las mismas calles, siempre la noche acechando tras la memoria, tras esos pequeños acontecimientos entre la niebla de la postguerra en un París poblado de fantasmas.